Desde 2013 la Comisión Colombiana de Juristas ha representado a víctimas de desplazamiento forzado que sufrieron despojo de tierras por el conflicto armado en 1514 casos emblemáticos, de los cuales en 372 casos se han logrado sentencias que protegen el derecho a la restitución y reparación.
Gracias a la Embajada de Suecia y a las cooperaciones que se han unido a este proyecto logrando impacto en 7.704 personas, 3.956 hombres y 3.748 mujeres, y en la reclamación de la restitución de más de 14 mil hectáreas de tierra.
Madre, hija y nietas de la familia Salas han hecho parte de la lucha por las tierras en el Caribe colombiano, desde la creación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) hasta participar en los procesos de restitución de tierras de la Ley 1448.
La mayorÃa de los cuerpos muertos en los campos de guerra son de hombres. Sin embargo, en el dÃa a dÃa colombiano, son las mujeres las que están resistiendo, sanando y contando el conflicto y la violencia que hemos vivido. Más aún, sus cuerpos, los de las mujeres, sà han estado en las batallas, pero no se han contado todas sus historias.
Rosa Salas nació en El Retén (Magdalena), en medio de la miseria más severa. Su papá trabajaba en la United Fruit Company, la empresa conocida por perpetrar la masacre de las bananeras en Ciénaga, en la que murieron más de mil trabajadores; masacre que denunció el prócer liberal Jorge Eliecer Gaitán y que relataron los escritores Ãlvaro Cepeda Samudio y Gabriel GarcÃa Márquez.
Cuando la empresa dejó la Zona Bananera, en los años 60, los trabajadores partieron a buscar empleo en Venezuela y Turbo (Antioquia) para huir del hambre; con ellos se fue Enrique Salas, el papá de Rosa. Las mujeres se marcharon a trabajar como empleadas de servicio en casas de familia. Elida RuÃz, la mamá de Rosa, se quedó en el pueblo de tres calles con sus siete hijos.
La miseria y el hambre de una mujer olvidada en un pueblo olvidado se convirtieron en jornadas que iniciaban a la 1 a.m. cuando Elida y otras compañeras iban a los sembradÃos de arroz por la paja que botaban las máquinas recolectoras y las sacudÃan hasta que lograban amontonar un pucho para vender, o al menos para comer en casa. Los domingos se dividÃan entre recoger guineos en los rastrojos de las fincas y cortar la leña para la semana. Enrique a veces enviaba dinero; ya tenÃa otra familia en Turbo.
A los nueve años de edad, Rosa se fue a Venezuela para trabajar como niñera de un bebé de seis meses. Al año volvió y empezó a ir todas las noches al mercado de Ciénaga, donde dormÃa, para madrugar a comprar el pescado que ella y sus hermanos vendÃan por las calles.
A finales de la década del 60, bajo la reforma agraria que facilitó el presidente Carlos Lleras Restrepo, se creó la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), que movilizó a los campesinos de las regiones para reclamar los baldÃos del Estado.
En El Retén, 77 mujeres se aliaron para reclamar las tierras que habÃa dejado la United. Las mujeres y los hombres del pueblo aprovechaban la noche para reunirse en el cementerio y definir posibles ocupaciones al margen de los terratenientes. Pero al ocupar cualquier terreno debÃan soportar la respuesta, muchas veces violenta, de la policÃa y el ejército. Estas acciones terminaban generalmente con la captura de los campesinos. A los hombres los trasladaban a cárceles de otros municipios. A las mujeres sólo las metÃan en la estación de policÃa local, por eso las mujeres fueron las que hicieron las ocupaciones. Los niños y jóvenes hacÃan ruidos con cachos de animales y latas para avisar la llegada de la fuerza pública; entre ellos estaba Rosa: "la policÃa nos llevaba para que las mamás tuvieran que ir a buscarnos", recuerda.
De dÃa, las mujeres resistÃan las ocupaciones en el campo. De noche, los hombres se encargaban de limpiar la tierra y sembrar. De dÃa, los hombres asistÃan a las reuniones de la ANUC y a las negociaciones polÃticas. De dÃa y de noche las mujeres no aparecÃan en los escenarios polÃticos. Como en el libro de Svetlana Alexievich, la guerra no tiene rostro de mujer, pareciera que en Colombia la lucha por la tierra tampoco ha tenido rostro de mujer.
Elida, junto a Rosa que no la desamparaba y a las otras mujeres, apoyó las tomas de baldÃos en Aracataca y Fundación en Magdalena, y llegaron hasta Sucre y Córdoba. "Quedamos unas cuantas de las semillas de esas 77 mujeres", piensa Rosa.
"El que tiene un pedazo de tierra, sus hijos no padecen. La tierra para mà es todo, es riqueza, es salud, es futuro", asevera Rosa hablando de las razones de la lucha campesina. En 1991, Rosa por fin vio resultados de esa lucha, el Incora le adjudicó tierras, no en El Retén, porque ya se habÃan acabado los baldÃos dispuestos para los campesinos allÃ; sino en Chibolo, un municipio a unas cuantas horas de distancia. En ese momento, Rosa era la presidenta de la ANUC.
"Fueron los años más felices de toda mi vida", recuerda. Rosa se mudó a la parcela "Las cuatro hermanas", con sus cuatro hijas. Consiguió empleo como promotora de salud. Y poco a poco, nuevamente, se fue convirtiendo en lÃder de la comunidad. Allà conoció a su actual esposo, otro campesino y docente que también habÃa llegado desde El Retén y con el que ya lleva 27 años de matrimonio. Juntos construyeron sus parcelas, consiguieron ganado, dieron clases, cultivaron y hasta llegaron a contratar a un par de trabajadores.
En Chibolo, en inicios de los años 90, estaban presentes las guerrillas de las FARC y el ELN. A la vereda de Rosa llegaron estos guerrilleros en varias ocasiones para reclutar a los más jóvenes de la zona. Ella y otros lÃderes comunitarios se opusieron y evitaron que se llevaran a varios de los pelados.
Para finales de esa misma década, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) incursionaron en la región. Guerrillas y paramilitares emprendieron una disputa con enfrentamientos armados y persecuciones. En la mitad quedaron los campesinos.
La hacienda El Balcón, en la vereda La Pola de Chibolo, se convirtió en el centro de operaciones y casa de Rodrigo Pupo Tovar, alias 'Jorge 40', uno de los más altos mandos de las AUC. En esa hacienda fue que en 1997, Jorge 40 y sus subalternos torturaron y asesinaron a campesinos y guerrilleros, y dieron la orden de que en la zona sólo podÃan quedarse quienes tuviesen los papeles de propiedad de sus tierras, con la advertencia de que estarÃan en medio de la guerra. El resto de campesinos tuvo que vender sus parcelas a precios irrisorios y entregarlas a testaferros y lugartenientes paramilitares.
Rosa y su familia se quedaron. Pero no pasaba un dÃa sin que no "nos tildaran de guerrilleros y fuimos soportando". El 14 de junio de 1998, una comisión de padres de familia que se movilizaba las veredas, y en la que iba Rosa, fue detenida por un camión con paramilitares. "Nos separaron. A mà me violaron 14 hombres. Otra vez mi vida volvió a apagarse".
A Rosa la han violado terratenientes, guerrilleros y paramilitares. "El cuerpo mÃo ha sido como un botÃn de guerra para todo el que lo ha querido coger". Todos penetraron su sexo y su cuerpo para castigarla por luchar por la tierra y la comunidad. Los cuerpos de las mujeres sà han estado en el campo de batalla.
En los primeros años de su lucha por la tierra, en la década del setenta, cuando acompañaba la ocupación de un baldÃo en Orihueca (Magdalena), el administrador de la finca la encerró en una bodega y la violó.
Tras enfrentarse a las FARC y el ELN, en Chibolo, un comandante guerrillero ordenó llevarla a la fuerza y violarla como castigo por "meterse donde no debÃa". Rosa resistió la violencia sexual y siguió luchando por evitar el reclutamiento forzado de los pelados de la comunidad.
Cuando los paramilitares la violaron, Rosa tuvo que salir inmediatamente de Chibolo. La trasladaron a Santa Marta, primero, para recibir atención médica. Nunca más volvió a la finca. "Quedé como loca, no tenÃa ganas de vivir. Me derrumbé nuevamente". Regresó a El Retén, al rancho de madera y barro que habÃa dejado años atrás en su pueblo natal.
En Chibolo, las Autodefensas ingresaron en 1996 y se apropiaron de los poderes comunitario, territorial y armado de la región. Para legalizar los despojos de tierras cooptaron el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), por ejemplo.
Controlar a campesinos y las dinámicas diarias de la región fue poco para los paramilitares. Como si fuese una pelÃcula de terror o como la más oscura conspiración, el 28 de diciembre de 2000, se reunieron lÃderes polÃticos y Autodefensas para firmar el Pacto de Chibolo, liderado por Jorge 40, con el que planearon tomar el poder polÃtico. Ese dÃa definieron quiénes serÃan los candidatos con aval y apoyo de los paras: 13 alcaldes, 395 concejales, José Domingo Dávila como gobernador y Jorge de Jesús Castro Pacheco como senador.
El paÃs conocerÃa el Pacto de Chibolo como uno de los episodios vitales para lo que luego se llamarÃa la 'parapolÃtica', que llenó cientos y cientos de cargos públicos, electorales y ejecutivos, con 'delegados' de los paras, sus polÃticas, su visión y su acción.
Durante esos años del paramilitarismo más activo y cruel, las hijas y el esposo de Rosa resistieron y permanecieron en Chibolo. Se marcharon en 2002, fueron una de las últimas familias en desplazarse. Durante esos años también, los vecinos de las veredas fueron llegando a casa de Rosa, en El Retén, en busca de refugio y apoyo: "No contábamos con unas alcaldÃas que nos abrieran las puertas porque cuando nosotros venÃamos como desplazados era como si tuviéramos lepra para las instituciones".
Rosa duró encerrada en su casa siete años. SalÃa a buscar comida y vender galletas y pudines. Quizás fueron los constantes pasos de sus vecinos vÃctimas los que un dÃa le hicieron entender que ya le habÃa entregado mucho tiempo y vida al miedo. Volvió a las actividades de su comunidad, a talleres, reuniones y a apoyar proyectos y movilizaciones.
Más tardó en llegar el perdón y la reconciliación consigo misma que Rosa en volver a convertirse en lÃder. Pareciera que el liderazgo se lleva en la sangre, "yo le heredé eso a mi mamá", que se hereda, justo como dice Rosa, de una generación anterior. Y lo que se hereda, no se hurta. Tras un par de talleres, varias mujeres llegaron a casa de Rosa para proponerle reunir a las vÃctimas y desplazados de Chibolo. Juntas crearon la Asociación de Campesinos VÃctimas Reclamantes de Tierras del Magdalena (Asocavirtmag), y las organizaciones sociales las apoyaron
Nuevamente, como en su juventud, Rosa recorrió el Caribe apoyando a quienes necesitaban reclamar, denunciar y luchar. El fortalecimiento de los movimientos de vÃctimas permite que el conflicto adquiera otros rostros. Durante un acto de protesta en Bogotá, para pedir la liberación de Ingrid Betancourt y los demás secuestrados, Rosa habló sobre las mujeres en el conflicto y puso en la agenda de los medios y la sociedad civil, el tema de las agresiones sexuales como arma de guerra. Lenta y temerosamente, pero como si a todas les hubiesen empezado a quitar el miedo, las mujeres en las regiones empezaron a contar sus historias.
Rosa llegó a hacer parte de los lÃderes que aportaron a la construcción de la Ley 1148 o Ley de VÃctimas. En 2011, Rosa y su comunidad registraron la primera petición de restitución de tierras. En 2012, a Chibolo fue el expresidente Juan Manuel Santos, a la misma hacienda El Balcón, para entregar los primeros predios que recuperaron los campesinos en el marco de Justicia y Paz. Se calcula que en Chibolo hubo más de 2.700 vÃctimas del conflicto, en una población de 16.000 personas.
La lucha por la tierra, en Colombia, no ha dejado de ser peligrosa. La protesta, la justicia, los abogados y las vÃctimas enfrentan una historia de terratenientes y violencia. Desde que registró su solicitud de restitución, a Rosa le hicieron dos atentados. Las organizaciones sociales le ayudaron a salir del pueblo y esconderse un par de meses en Santa Marta, otra vez lejos de su familia y su comunidad. La Unidad Nacional de Protección le dio un chaleco antibalas, un celular, un guardaespaldas y un carro para el que no tenÃa dinero para la gasolina. "Yo me devolvà y aquà estoy aguantando todavÃa llamadas, amenazas y panfletos, y asÃ. A las entidades no les interesa mi casa porque no saben todo lo que hemos hecho para tener este techito".
A pesar de los férreos opositores y terceros ocupantes, el proceso de Rosa y nueve compañeros más tuvo respuesta en junio de 2018, cuando los abogados de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) recibieron la sentencia del Tribunal Superior de Cartagena que les restituyó la tierra. Ahora, Rosa y sus compañeros esperan que el Juzgado Segundo de Santa Marta los llame para decirles que les entregará la tierra. Los años de lucha por la tierra, nuevamente, están a punto de obtener resultados. Rosa, por ahora, sigue esperando que el retorno a la tierra.
Tuvieron que pasar más de 14 años, muchos silencios y conversaciones, abrazos y rechazos para que Beatriz GarcÃa se atreviese a hablar de las violaciones a las que fueron sometidos ella y otros habitantes de Chimborazo. La lucha por la tierra les dejó marcas en el cuerpo y en la memoria. El silencio protegió sus vidas. Hablar les está devolviendo las tierras y la vida misma.
Si en algún lugar el sexo se usó como arma, violenta, brutal, salvaje y humillante, fue en Chimborazo (Magdalena). Durante más de un año, mujeres y hombres, niñas y niños de las 112 familias soportaron la sevicia del Frente William Rivas del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), comandado por José Gregorio Mangones Lugo, alias 'Tijeras'.
La primera en ser violada fue Beatriz Helena GarcÃa Lechuga, la lÃder visible de los campesinos que habÃan llegado a los Ãngeles o lo que hoy se conoce como la finca Chimborazo, en Pueblo Viejo (Magdalena), y que hacÃan parte de la Asociación Mixta de Campesinos Obreros (Asomvic).
Beatriz era la secretaria de la asociación que reunió a más de 300 personas. ConocÃa a la gente de la región: ricos y pobres, campesinos y hacendados, con todos hablaba para avanzar en la explotación de tierras baldÃas y en desuso. De niña ayudaba a su mamá en el puesto de verduras que tenÃan en el mercado, desde entonces era reconocida.
La familia Olarte, dueña de algunos predios, permitió e incentivó la apropiación de la tierra para después venderlas al Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora). "Por eso es que los dueños nos dan la posesión, nosotros no entramos arbitrariamente ni a robar", explica la lÃder.
Al llegar a la zona, los campesinos se dieron cuenta que era selva, muchos se marcharon, quedaron 126 personas dispuestas a abrir camino a machete y hacha. Tras un año ya tenÃan cultivos de maÃz y yuca. El paisaje empezaba a tener ranchos artesanales y la presencia de esposas e hijos de los primeros pobladores que habÃan comenzado a llegar.
Para los campesinos, la tierra ya daba frutos. Para los terratenientes, ya era hora de vender. Aparecieron hombres armados que empezaron a mandar. Si algún campesino querÃa salir de la zona, debÃa pedir permiso. Asà se impuso el gobierno de la fuerza y el miedo, soportado en balas y obediencia silenciosa donde el Estado no gobernaba.
Las primeras obligaciones fueron explotar la tierra y otros trabajos fÃsicos. Las mujeres debÃan cocinar y lavar la ropa de los paramilitares. Con el pasar de los dÃas, los tratos fueron más humillantes y bárbaros. Los hombres debÃan quitarles las sanguijuelas y otros insectos que se clavaban en el cuerpo, especialmente en las piernas, la próstata y la ingle, a los 'paras' que continuamente andaban a campo abierto.
Después empezaron las violaciones. Las mujeres fueron las primeras en soportar y callar. El turno después fue para las niñas. Les siguieron los hombres y los niños; ellos callaron más. Los cuerpos de los campesinos se convirtieron en festines de carne, morbo y sevicia.
El pastor Manuel Charria Sandoval escapó con su familia y se escondió en Soplador, un municipio cercano en el mismo Magdalena. Meses después, los paramilitares los encontraron. Obligaron al pastor a mirar cómo violaban a su esposa, a su hijo de 14 años y a su hija menor de 11 años. A él y a su hijo mayor los desmembraron en la calle. La esposa tardó tres de dÃas en recoger los pedazos de cuerpo. Nadie en el pueblo quiso ayudarla por miedo a los paramilitares.
Casi año y medio después de haber iniciado la violencia, asà como llegó, se fue. En el 2000, los paramilitares reunieron a los campesinos en la finca Ceibones; Rodrigo Tovar Pupo, alias 'Jorge 40', habÃa dado la orden de desplazarlos. La primera en salir fue Beatriz, casi escondida.
Entre 2003 y 2005, las mujeres fueron seguidas y violadas nuevamente en Orihueca, para asegurarse de que no hablaran de lo sucedido. Fue la misma época en que se negociaba y firmaba el Acuerdo de Santa Fe de Ralito entre el Gobierno y las Autodefensas.
En Chimborazo, hubo capas y capas de silencios que fueron confinando a las personas: silencio por la explotación laboral, silencio por el despojo, silencio por el desplazamiento. Silencio entre ellos mismos, entre los campesinos, que no hablaron durante ni después de lo sucedido, por miedo y vergüenza.
Es 2009, han pasado casi 14 años de haber dejado atrás Chimborazo. Beatriz camina por Orihueca haciendo diligencias de la familia. En la calle ve llorando al señor Casimiro Charri, un hombre viejo, de los que la miseria se les nota en la piel pegada a los huesos. Ella se acerca y lo saluda con ánimo de consolarlo. Casimiro llora porque no tiene 1.000 pesos para sacar una fotocopia de un carné que necesita para que lo atiendan en el puesto de salud. Beatriz le da la plata y él, descargando la maraña de emociones que lo agobian responde: "tanto que nos jodimos en el monte y hoy no tengo con qué comer".
Beatriz empezó a buscar ayuda. Preguntaron entre la gente y les aconsejaron acudir a Acción Social. Allà les indicaron que debÃan ser declarados como desplazados. Fueron a la PersonerÃa por más información y empezaron a comprender que lo del Chimborazo habÃa sido un desplazamiento. Llamaron a todos los de la comunidad para pedirles que hablaran de lo sucedido. No todos quisieron declarar. Algunos no querÃan recordar.
Uno a uno se sentaron en la PersonerÃa a contar su historia. Pasaron los dÃas, las semanas. Nadie los llamaba. Con carpeta en mano fueron de oficina en oficina preguntando qué habÃa sucedido. El Estado tenÃa como lÃmite para registrar a los desplazados y entregar subsidios el 22 de abril de 2010.Una profesora del pueblo supo lo que estaban haciendo sus paisanos y los conectó con Justicia y Paz, quienes les ayudaron a escribir y enviar derechos de petición pidiendo información. La respuesta: el Personero no habÃa enviado nada a las entidades en Santa Marta ni en Bogotá.
En 2012 se unió a la Mesa de VÃctimas y denunció lo ocurrido. Con los compañeros crearon la Fundación de Desplazados y Personas Vulnerables (Fundapad), para que les diera representación y reconocimiento como colectivo. "Nadie nos prestaba atención". Buscaron y buscaron asesores. "Uno tiene la chispita, yo llamaba y preguntaba en todas las organizaciones". Finalmente, encontraron con la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), que les respondió.
De Chimborazo, lo primero que se conoció fue el despojo de las tierras, pero se sentÃa calma chicha en la historia. Un dÃa, como si estallara una caldera con presión, una de las mujeres habló delante de las abogadas y los jueces. Lo hizo como Beatriz cuenta ahora: "A mà me secuestraron. Me torturaron. Me quemaron. Me cortaron. Tengo todo el cuerpo cortado. Un seno con medio pezón mocho. No sé dónde no tengo cicatrices. Me violaron dos veces. Lo hacÃan para debilitar al grupo".
Las mujeres callaron y lloraron escondidas durante años por todo lo que les hicieron. Tras 14 años empezaron a llorar en público el dolor que aún no habÃan terminado de llorar en privado. Son más de 30 mujeres las que han hablado hasta el momento. Pocas han recibido atención psicológica. Ninguna ha sido reparada.
MarÃa Pérez GarcÃa, hija de Beatriz, tenÃa 14 años cuando la violaron. Marta Pacheco ha desarrollado episodios psicóticos y convulsiones, terminó por asesinar con puñal a su hijo de ocho meses de nacido. A Miriam le incrustaron palos y maderas en su vagina, murió años después de cáncer de útero y otras complicaciones. Carmen vio cuando mataron a su papá y a su hermano, cada vez que ve un uniformado, policÃa o soldado, tiene ataques de nervios. Algunos de los menores violados son drogadictos y viven en las calles. Muchos de los hombres del Chimborazo convulsionan. Todos aducen que lo que padecen ahora es resultado de la violencia que vivieron.
El machismo en la Costa pesa más que la violencia. Algunas de las mujeres que fueron violadas se quedaron solas, sus esposos las dejaron. Las señalaron. La lucha por la tierra les ha dejado pesadillas, miedos, frustraciones y soledad.
"Yo llegué al pueblo unos dÃas después de lo que pasó. Hernán, mi marido, me miró y me preguntó: ¿qué pasó? Ãl me conocÃa. Me metà al cuarto, le dije: me vas a dejar. Me quité la ropa y le conté. Ãl se puso a llorar, lloraba como si fuese una mujer. Yo no quise decirle quién habÃa sido para evitar que él hiciera algo", recuerda Beatriz.
Beatriz vio crecer al hombre que fue su violador. Era un niño que como ella trabajaba en el mercado de Orihueca, ayudando a su mamá. HabÃa sido compañero de escuela. Era amigo de su esposo. Pero las armas y el discurso paramilitar lo convirtieron en otra persona, un violento desconocido. "El dÃa en que mataron al 'para' fue que mi esposo se enteró quién habÃa sido mi violador. Me hizo ir a verlo en la funeraria en Santa Marta, para que me quitara un poco ese miedo".
"Al comienzo me sentÃa sucia. Pensaba si habÃa dado motivos. Cada vez que me veÃa al espejo o me bañaba, me veÃa las cicatrices", confiesa Beatriz, quien sigue repitiendo una y otra vez su historia para animar a otras mujeres a hablar y como voz de las que no quieren hacerlo.
No es fácil romper años de silencio y dejar el miedo que le instalaron en el cuerpo. A veces no es la vÃctima sino su familia quien logra romperlo. "A Hernán le pagaron y llegó animado a la casa con una cantidad de champú, jabones, aceites con olores y baños vaginales. Yo me la pasaba llorando. Sacó todo y me dice: vamos pa' bañarte, pa' que no te quede nada de lo que a ti te hicieron. Yo te voy a limpiar", recuerda Beatriz.
Hernán murió hace siete años. Su corazón se detuvo sorpresivamente un dÃa. Beatriz dice que no pudo más con el estrés de recibir amenazas o de saber que ella recibÃa y sigue recibiendo muchas más que él. Todo es resultado de liderar el proceso de restitución de Chimborazo, que en 2014 radicaron ante la Unidad de Restitución de Tierras (URT).
Son varios los lÃderes de la comunidad que han recibido llamadas, panfletos o mensajes en persona con amenazas contra su vida. El acoso comenzó tras el encuentro de las vÃctimas con los opositores o actuales dueños y ocupantes de Chimborazo, durante las declaraciones del proceso. Dice la comunidad que en la audiencia los opositores, que tienen acusaciones por vÃnculos con el paramilitarismo, buscaban a Beatriz: "ellos ni siquiera me conocen porque ellos nunca estuvieron en la finca cuando nosotros estábamos allá. Como eso era selva, ellos no fueron ni a matar un mosquito". Beatriz no asistió a la audiencia por miedo de las amenazas.
"Me iban a poner un escolta, pero cuando se acabe eso, ¿cómo quedo yo en la comunidad? A la gente le va a dar miedo hasta saludarme, me voy a quedar sin vecinos, me van a dejar sola", alega Beatriz sobre la solución que la Unidad Nacional de Protección le dio al denunciar las amenazas y que ella rechazó.
Lo que sà hizo fue que renunció a tener el tradicional patio de las casas costeñas con los árboles de mango, la mecedora y la hamaca para refrescar las tardes. En vez de eso, puso rejas a todos las entradas de su casa y espacios abiertos, incluyendo el patio, que también techó con zinc. Otros integrantes de la comunidad han tenido que tomar medidas extremas, como Juan que debió cambiar su nombre, el de su esposa y el de sus hijas.
"A nosotros nos duele todo esto, por eso es que le ponemos un poquito más de amor y pimienta, de sabor a este proceso". Beatriz le prometió a Hernán que no dejarÃa la lucha hasta tener una respuesta por las tierras. SÃ, la lucha de Beatriz por la restitución de Chimborazo es una promesa de amor. SÃ, parece una novela, pero no romántica.
Más allá de las razones polÃticas y la justicia, detrás de las reclamaciones de tierras hay unas fuertes emociones y arraigos a la familia y el hogar, que son el fuego, la chispa o electricidad que mantiene la fuerza de los lÃderes sociales.
Y el territorio ha definido lo que es el hogar, sus costumbres, su comida, la historia de sus vidas. Por ejemplo, la señora Sonia que duerme en una cama hecha con estacas por ella misma, quiere la tierra para llevar a sus hijos y enseñarles a criar gallinas, cultivar productos de pan coger y recuperar la calma, no quiere ver que sus hijos sigan teniendo ataques de nervios o convulsiones: "mija, el campo sana eso".
Como para ella, y para casi todos los reclamantes de Chimborazo, la tierra será para sus hijos. No todos la trabajarán, las nuevas generaciones no han podido aprender a ser campesinos. El hijo de Beatriz, por ejemplo, quien tenÃa alrededor de dos años cuando su familia estaba en la finca, no recuerda mucho de lo que sucedió; él vivió las consecuencias de la violencia. Estudia Derecho. Nunca antes en la familia habÃa habido un abogado. Pero, sin quererlo, le han enseñado es a resistir y a buscar la justicia.
La comunidad de Chimborazo aún espera respuesta del Estado, no ha recibido sentencia de aprobación o negación de la restitución de derechos territoriales y del regreso a la tierra.
Salvatore Mancuso, comandante de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), admitió lo sucedido en Chimborazo. Este fue el primer caso en el que el Estado colombiano reconoció la violencia sexual como estrategia de control y garantÃa del silencio en el conflicto.
En muchas ocasiones las vÃctimas conocen a sus victimarios. Los grupos armados en Colombia están integrados por gente común; son los vecinos que jugaban fútbol, los que atienden los puestos del mercado, antiguos compañeros de la escuela. En Colombia, la violencia y las disputas por la tierra no han sido entre extraños.
"Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra", sentenció Gabriel GarcÃa Márquez al finalizar Cien años de soledad. Para los González Hinojosa, que tienen una historia casi comparable con la de los BuendÃa, la vida y la justicia les está dando una segunda oportunidad sobre sus tierras.
Su historia gira en torno a la hacienda Las Nubes, en Badillo, al norte de Valledupar; acaso a unos cuantos kilómetros del lugar donde Gabo ubicó a Macondo. Pero en Las Nubes no fueron los liberales y conservadores los que se pelearon, como en Cien años de soledad. Fueron paramilitares, guerrilleros, Diomedes DÃaz, los Escalona y un grupo de vivarachos que falsificaron testamentos, partidas de nacimiento y hasta se adoptaron entre ellos para declararse familiares herederos de la tierra.
Ena Mercedes Daza González, la mami, es una mujer delgada. DelgadÃsima. Su voz pareciera una fina telaraña. Sus manos se mueven suaves y prudentes, con cierta rigidez. Se sienta con las piernas muy juntas, tiene la espalda un poco agachada. Toda su figura es frágil y mantiene cierta elegancia femenina.
Rosario Daza González es todo lo contrario de Ena. Su voz retumba grave y vibrante. Su cuerpo es grande. Sus movimientos son más toscos y junto a los de la mami parecieran más rudos de lo que realmente son. Tiene una sonrisa ancha con unas mejillas que la extienden más.
Ena es la segunda de los Daza González, Rosario es la última. Son sobrinas de JoaquÃn José González Hinojosa, que durante años las acompañó y dirigió a ellas y a sus siete hermanos en los cultivos de arroz y pastos en la finca Las Nubes; y después, con ellas reclamó por años la misma hacienda de la que fueron despojados.
Ena y Rosario son nietas de MarÃa Fernanda Hinojosa Arias, hermana de Beltrán Manuel Hinojosa Arias. Beltrán fue el primer dueño de Las Nubes; el Estado le otorgó esas tierras en 1975, tras años de haber cultivado arroz en los que eran terrenos baldÃos. Beltrán no se casó, tampoco tuvo hijos. Por eso sentÃa a los hijos de MarÃa Fernanda como los suyos.
El paso de la vida fue dejando a Beltrán ciego. Sus sobrinos se encargaron de Las Nubes. Durante esos años, al final de la vida, Beltrán tuvo un amigo cercano que constantemente visitaba la finca, Nelson Escalona MartÃnez, hermano del cantautor Rafael Escalona. Un dÃa, sin más aviso, Nelson se llevó a Beltrán para Valledupar y sus sobrinos no volvieron a verlo. Lo que supo la familia fue que Escalona cambió la partida de bautizo de Beltrán para agregarle el apellido MartÃnez. Escalona fue de juzgado en juzgado mostrando el documento y un testamento en el que él y su esposa, Gladimira Pacheco, aparecÃan como herederos de Las Nubes. Para garantizar que la lÃnea de herederos de Las Nubes se prolongara, Nelson Escalona adoptó como hijo a Nelson Pacheco, su cuñado.
Cuando Ena y Rosario recuerdan a Pedro Daza Araujo, Pellito, se les agrÃa la mirada y el rostro. Aida, la mayor de los González Daza, se casó con Pedro cuando los dos eran jóvenes y él no tenÃa la mejor reputación. Pero, como dicen Ena y Rosario, "la familia es la familia", entonces lo incluyeron en la familia.
El tÃo Hugues González Hinojosa jamás quiso a Pedro y fue muy honesto al respecto. Hasta el dÃa en que Pellito, cansado de los desplantes y porque tampoco querÃa a Hugues, lo esperó después de una parranda, y lo mató. Beltrán Hinojosa siempre recordarÃa con desdén que Pedro Daza, que para ese momento además era su vecino en Las Nubes, "se llevó" al sobrino. Ena y Rosario recuerdan que el desprecio de Beltrán por Pedro llegaba a tal punto que "nos hacÃa dar la vuelta en la carretera para no pasar por la finca de Pellito, decÃa que un dÃa ese hombre nos matarÃa a todos". Y los vaticinios de Beltrán casi se cumplen.
En la década del noventa le llegó la maldición de la tierra a los González Hinojosa y González Daza. En 1991 el tÃo Beltrán murió. Por esos años aparecieron las guerrillas en la zona; Ena cuenta que con las ganancias del arroz y los pastos alcanzaban a reunir el dinero de las vacunas que les cobraban.
En 1992, Nelson Escalona Arias presionó a JoaquÃn González Hinojosa para que se reunieran con Pedro Parada, jefe del Frente 59 de las FARC, pues la guerrilla era quien solucionaba los conflictos por tierras. De esta reunión nada resultó y la familia siguió trabajando Las Nubes. Ese mismo año, un juzgado en Valledupar le adjudicó la finca a Escalona, con el falso testimonio y los falsos documentos. Para mostrar más la avaricia por las tierras, como propietarios de Las Nubes fueron incluidos la esposa de Escalona, Rosario Arregoces, Nelson Escalona Orozco, Pedro Pellito Daza Araújo y Rosalba Sierra Redondo, abogada amiga de Daza. Pero nada de esto fue legalizado.
En 1997, el Tribunal Superior de Valledupar les dio la posesión de la finca a los sobrinos de Beltrán Hinojosa. Un año después, en 1998, Pedro Daza les presentó a sus cuñados un contrato de arrendamiento de Las Nubes que habÃa firmado cuatro años atrás con Nelson Escalona Arias, que falleció poco después de haber firmado. Los González Daza no prestaron atención al documento.
El 15 de diciembre de 1998, 50 hombres de la PolicÃa y 50 del Ejército, armados de pies a cabeza, llegaron a Las Nubes para desalojar a JoaquÃn y a sus sobrinos. La orden de sacarlos la dio el alcalde de Valledupar, Jhonny Pérez Oñate, como resultado de un proceso que Pellito Daza habÃa instaurado diciendo que la finca habÃa sido invadida por terroristas. El tÃo JoaquÃn, asesorado por el abogado y amigo Rodolfo Enrique Proenza Fuentes, puso una tutela contra el Alcalde. El 6 de mayo de 1999, el Consejo de Estado ordenó restituir la finca a los González Hinojosa. Pellito volvió a fallar.
Tras las guerrillas, llegaron a la zona las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y a ellas se sumó la gente de la región. Entonces las vacunas eran para los paras. El 7 de noviembre de 2002, el Juzgado de Valledupar adjudicó Las Nubes a Nelson Escalona, basado en el dictamen que habÃa emitido diez años atrás.
Los "nuevos dueños" no esperaron mucho para pedirles a los González Hinojosa que se marcharan o negociaran. En enero de 2003, JoaquÃn y sus sobrinas fueron citados a una inspección con la FiscalÃa, que resultó ser una reunión con David Hernández Rojas, alias "39", comandante del Frente Mártires del Cesar de las Autodefensas y compadre de Gladimira Pacheco. Los González Hinojosa tuvieron que encontrarse en varias ocasiones con los paramilitares, presionados por los Escalona y por Pedro Daza. Ena, la mami, era quien acudÃa: "esa preocupación fue la que me dejó a mà asà de seca. Era muy difÃcil salir y encontrar un muerto allÃ, otro acá, otro guindando allá, otro descuartizado por acá".
Para proteger a su familia, con una demanda, el tÃo JoaquÃn logró impedir que los Escalona los echaran de la finca, pero a cambio los sentenciaron a que "nos iban a enterrar en Las Nubes, nos iban a matar", recuerda Ena. Gladimira y su hermano/hijastro, Nelson Escalona Pacheco, falsificaron las escrituras y vendieron una parte de Las Nubes a Pedro Daza y el resto a Alias 39.
El último año en que la familia estarÃa en la finca fue en 2004, la muerte doblegó su resistencia. Rodolfo, el abogado, buscando justicia y proteger a sus amigos, demandó a alias 39 y otros paramilitares ante el Gaula del Batallón La Popa. La mami fue citada en el corregimiento La Mesa para hablar de las acusaciones. Pellito la presionó y acompañó en el largo viaje. Allà Ena se encontró con Nelson y Gladimira que reÃan con sus compadres paras. "A mà me temblaba todo, pero tocaba hablar". Alias 39 le preguntó por la demanda, Ena respondió que conocÃa el documento, pero que no lo habÃa firmado porque no estaba de acuerdo con solucionar las diferencias por la fuerza. "Yo le dije que si él me pedÃa la finca, yo se la vendÃa, pero que hablara conmigo y no con la gente que le hablaba al oÃdo para llenarlo de mentiras". Ena regresó a Las Nubes y con sus hermanos recogieron algunas cosas y dejaron el resto atrás. Unos dÃas después, Rodolfo fue asesinado en Valledupar.
Diomedes iba a Las Nubes cuando Alias 39 estaba allÃ. Hay dos versiones de cómo "El cacique de La Junta" terminó siendo dueño de la finca. La primera es que alias 39 se la vendió, pero nunca legalizaron dicha venta. La segunda es que Pellito, Nelson y los otros supuestos dueños se la vendieron. Las dos versiones concuerdan en que Rodrigo Pupo Tovar, alias Jorge 40, dio la orden de darle Las Nubes al cantante. Allà en la finca, ese mismo 2004 en que Diomedes llegó, fue asesinado alias 39.
Durante ocho años El Cacique se hizo dueño y señor de Las Nubes, una de sus fincas preferidas, en donde recibÃa a sus amigos, famosos, desconocidos y clandestinos. En 2006, presionado por las deudas, Diomedes le vendió la finca a Teodora Daza, esposa de José Zequeda, el mánager de El Cacique y, además, hija de Pellito Daza y Aida González Daza, sobrina de Ena y Rosario.
Teodora Daza creció con Ena, con Rosario y sus demás tÃos. "Ãramos como hermanas, dormÃamos juntas, éramos inseparables", recuerda Rosario. Creció entre Las Nubes y la finca vecina de su papá. "Si ellos no tenÃan algo allá, venÃan a la finca y asà vivÃamos como familia", cuenta Ena. "Yo fui la celestina de esos amores entre Teodora y Jose", confiesa Rosario.
En Las Nubes, Teodora compartió fiestas, sancochos y dÃas de descanso con Diomedes, sus familias y amigos. Tras la muerte del cantante en diciembre de 2013, la vida terminarÃa enfrentando a la familia González Daza.
En 2012, el tÃo JoaquÃn, persistiendo en su reclamo de justicia y la devolución de su finca, registró la solicitud de restitución en el marco de la Ley de VÃctimas. Como resultado, en 2014 la Unidad de Restitución de Tierras presentó una medida cautelar de protección al predio Las Nubes, es decir, que nadie era dueño hasta que la investigación de la Unidad arrojase resultados y aclaraciones sobre lo sucedido.
Quien aparecÃa como dueña opositora de los González Hinojosa y los González Daza era Teodora Daza, pero los documentos y procesos que la convirtieron en dueña habÃan sido ilegales y empañados con la violencia del conflicto. Teodora se mantuvo en la disputa contra su familia. "Yo pienso que ellos, Teodora y Jose, fueron amaestrados por Pellito, que era la cabeza macabra. Como nos mató al tÃo y no hicimos nada, entonces tal vez él tenÃa la idea que nos hacÃa cosas y nosotros no hacÃamos nada", replica Rosario para darle una explicación a los últimos años que la enfrentaron con la sobrina que siente como hermana.
Escuchar a Ena y Rosario hablar de sus opositores y de las malas horas que han vivido resulta contradictorio: hay dolor, pero no rencor. "Uno responde por uno, él que responda por su corazón", dice Rosario al referirse a una de las tantas personas que ha intentado quedarse con Las Nubes.
Pero son familia, "y eso duele", responde La mami. "El dÃa que fui a declarar estaba Teodora. Yo estaba sentada y ella entró de frente. Me dio una tristeza cuando vi que se enfocó como a abrazarme, yo quedé asà congelada y ella dijo: ¿ahora qué hago, para dónde cojo? ".
Tampoco sienten rencor por los paramilitares y dicen que los entienden: "entre ese personal (paramilitares) habÃa gente conocida, de cercanÃa. Al aceptar meterse a eso tenÃan que cumplir con lo que les mandaba, no con lo que ellos supieran de nosotros. Uno entiende que las cosas eran asÃ", razona Rosario.
En octubre de 2015, la Unidad aceptó la solicitud de restitución de la finca. Antes de morir, en 2016, el tÃo JoaquÃn, que "habÃa perdido en la espera la fuerza de los muslos", como uno de los personajes de Cien años de soledad, alcanzó a ir al juzgado, con su tanque de oxÃgeno, para narrar la historia de su familia. A Pellito Daza el juez tuvo que perseguirlo hasta que lo consiguió en su casa en Patillal, donde pasaba los dÃas jugando dominó, sentado con su pañal Tena que le evitaba las vergüenzas llegadas con la edad y las enfermedades.
En julio de 2017, tras declaraciones, investigaciones y pruebas, el Tribunal Especializado de Cartagena le regresó Las Nubes a los González Daza. Ena y Rosa cuentan los dÃas, uno tras otro, en espera de que les entreguen su finca. Por ahora, la familia quiere regresar para cultivar: "hacer las cosas de la mejor manera, no deshonrar a mi tÃo".
Lesa tenÃa 14 años cuando vio cómo su casa se llenaba de gente que lloraba y gritaba, buscando refugio de los paramilitares y decididos a no volver a Salaminita. Era una de las más jóvenes en el pueblo. La vida la convertirÃa en la lÃder de la recuperación de su territorio. Varios viejos, como su padre, no podrán ver que ayudó a reconstruir su pueblo.
Hay quienes dicen que algunas mujeres forman nidos en cada lugar al que llegan. Lesa Daza es un nido andante. Todo su ser refleja la sensación de una casa de madera sólida con amplios pasillos en los que la brisa refresca la vida, el agua calma la garganta seca y una sonrisa amplia y blanca tranquiliza el corazón preocupado.
Tal vez es que Lesa refleja un poco de aquel lugar en el que creció, una finca en la vereda La Suiza del corregimiento de Salaminita, en Pivijay (Magdalena). Tres quebradas pasaban por la que era su casa. Cada vez que su mamá iba por compras a Fundación, a 20 minutos por carretera, Lesa se escapaba con sus hermanos a pescar. Tomaba un faldón o un vestido largo de su madre, se lo ponÃa y lo estiraba en el agua para convertirlo en atarraya.
En las mañanas, con 30 pelados más de las parcelas recorrÃan los casi cuatro kilómetros de la trocha hasta la escuela en el casco urbano. Y a mediodÃa, a sol caliente, entre fregadera y piedras que pateaban, regresaban a las fincas.
En la tarde del 7 de junio de 1999, cuando Lesa tenÃa 14 años de edad y de paz, entre una brisa lamentosa que caÃa, llegaron a su casa dos de sus hermanos junto a seis o siete hombres, sofocados, con miradas desbordadas y entre susurros algo le contaron a Armando Daza, padre de Lesa. Todos en la casa, hasta los que no escucharon la historia, sintieron que no era una historia fácil de oÃr. Sus hermanos se marcharon, pero dejaron la tensión.
A las siete de la noche, Lesa oyó: ¡Mataron a MarÃa! Eran 60 personas que lloraban y gritaban. Estaban guiados por sus hermanos. Todos huÃan de los paramilitares del Frente Pivijay que ese dÃa habÃan decidido enseñar su violencia a Salaminita. La casa de Lesa fue el refugio de todos, que esa noche sólo pudieron esperar la luz del dÃa siguiente.
Cerca de 30 hombres armados al mando de Tomás Gregorio Freyle Guillén, alias Esteban, que lideraba el Frente perteneciente al Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el más sanguinario según Justicia y Paz, llegó a Salaminita en camionetas y disparando al aire.
A los niños los encerraron en la casa de MarÃa Palmera y en Telecom. Los adultos y jóvenes fueron reunidos frente a la tienda de Belisario Bocanegra. Detuvieron a las flotas que pasaban por la carretera que atraviesa el pueblo por la mitad y que conecta Fundación y Pivijay.
Asesinaron a MarÃa del Rosario Hernández, inspectora de la PolicÃa, por haber denunciado que los paramilitares estaban dejando a los muertos a la orilla de la carretera, muertos que ella sola debÃa levantar. Ninguna entidad habÃa respondido a sus denuncias, ninguna lo hizo después de su muerte.
También mataron a Ãscar Barrios, quien habÃa llegado a pasar el dÃa con su esposa en el pueblo. El tercer muerto fue Carlos Cantillo, un jornalero poco conocido en la zona. Los cuerpos de MarÃa y Ãscar fueron recogidos por la comunidad. El de Cantillo duró tres dÃas en la calle, hasta que la Cruz Roja llegó.
La hermana de Lesa atendÃa la oficina de Telecom y estaba en la lista de los que iban a matar. Se salvó porque habÃa tenido que ir a Fundación con su esposo, que llevaba dÃas hospitalizado por fiebre tifoidea.
Salaminita nació de la lucha campesina de los años 70 y 80. Se necesitaron años para incubar la construcción del pueblo. En 1986 el Incora les otorgó a los campesinos la propiedad de 16 fincas del casco rural (300 hectáreas) en las veredas La Suiza y El JardÃn, a la par se fueron construyendo las 49 casas del casco urbano (casi 4 hectáreas), la escuela, Telecom y la cancha de fútbol.
Tan sólo en unas horas Salaminita se convirtió en un pueblo fantasma. Algunas familias fueron a Fundación y otras a Pivijay, para empezar. Con los dÃas, varias terminaron en pueblos de Atlántico, Sucre, La Guajira y hasta en Venezuela
Semanas después, alias 'Gitano' destruyó las casas con bulldozers, para evitar que la guerrilla se escondiera allÃ. Los paras arrancaron y se llevaron los cables de electricidad, el techo del colegio, los muebles del centro de salud y hasta la virgen del rosario que tenÃan en la iglesia.
Lesa terminó en casa de unas tÃas en Barranquilla. Tras el primer año las cosas se tornaron difÃciles de llevar, sus tÃas habÃan empezado a cobrarle una mensualidad, debÃa responder por todos los oficios de la casa, por sus estudios y cuadrar el dinero para los productos de aseo personal. La familia se habÃa dividido: una hermana estaba en La Guajira, dos hermanos en Minca, otros se quedaron en Fundación.
Durante los primeros meses, Armando iba todos los dÃas a la finca para ordeñar la leche que vendÃa y les enviaba dinero a sus hijos. Con el tiempo se quedó a dormir. En las noches escuchaba los disparos y enfrentamientos, en los caminos encontraba muertos que podÃan durar dÃas tirados. Un dÃa unos amigos lo encontraron a él, mareado, desorientado y sostenido por un palo en la carretera. Los médicos le diagnosticaron estrés.
A pesar de todo, Armando volvió a la finca. Lesa, la menor de todos, y sus diez hermanos empezaron a regresar de visita. Nuevamente, tras enfrentamientos entre la guerrilla y los paramilitares, su casa se convirtió en refugio, esta vez de los parceleros de la vereda El JardÃn que huÃan para salvar sus vidas, ya que de las casas poco pudieron sacar.
En esos años, los Daza vieron llegar a su finca personas que preguntaban quién era el dueño, cuántas hectáreas tenÃan, qué producÃan. Por esos cuestionamientos, dos de los hermanos no pudieron volver. Otro hermano, que trabajaba en El JardÃn, estuvo retenido durante cuatro dÃas; no entendieron el episodio como un secuestro porque ya estaban acostumbrados a ese tipo de episodios. Otro de los hermanos Daza también fue retenido, sólo duró un dÃa, y lo liberaron con la condición de que llevara dos gallinas. Para buscar más dinero, Armando trabajaba sembrando maÃz en una finca lejana de su casa, pero uno de los terratenientes le robó varios de los cultivos. Lesa lo vio todo.
El dÃa que finalmente decidieron dejar la finca fue cuando un hombre llegó buscando a Armando y, al no encontrarlo, llamó por teléfono a alguien y le dijo que no habÃa podido "poner la corbata", una frase que usaban los paramilitares para referirse a los asesinatos que realizaban. Lesa y sus hermanos consiguieron un camión y un tractor y se llevaron todo lo que pudieron para no volver más.
Armando Daza es uno de los campesinos que en los años 70 y 80 luchó para que el Incora les adjudicara terrenos que habÃan estado en disputa con terratenientes. Lesa creció escuchando esas historias y viendo cómo su casa era el lugar de reunión en Semana Santa, en Navidad, Año Nuevo y otras fechas.
En 2007, tras un par de años de tranquilidad en Bocatoma, la vereda en donde los Daza se reubicaron, la Junta de Acción Comunal entregó mercados que el hermano de Lesa estaba encargado de distribuir. Ella lo ayudó. Unos meses después, la Junta hizo elecciones de cargos y el hermano fue nombrado presidente, sin embargo tuvo que irse a Venezuela por un mejor empleo y decidió dejar a Lesa, que habÃa aceptado un cargo en la Junta sólo por ayudar, como encargada de la presidencia mientras él regresaba.
Su hermano volvió dos años más tarde, casi para las nuevas elecciones. Lesa se presentó como candidata, pero perdió por un voto. Sin embargo, aunque habÃa otro presidente, la gente siguió buscando a Lesa, de 23 años, como si nada hubiese cambiado.
En 2013, varios funcionarios de la Unidad de Restitución (URT) se dirigÃan a la zona y una lÃder cercana a Lesa y que conocÃa lo sucedido en Salaminita, le pidió reunir unas cuantas personas de la comunidad. "Yo ni sabÃa qué era eso de restitución ni nada de esas cosas" , dice Lesa entre risas que se mezclan con una vergüenza que a veces se la asoma cuando siente que su falta de tÃtulos académicos o un reconocimiento profesional frenasen sus ideas. Quizás Lesa no es consciente que puede explicar claramente la Ley 1148 o los procedimientos de la restitución de tierras, o que cuando se para en un escenario es tan imponente y certera como cualquier abogada. Y es que en un paÃs de burócratas y trampas como es Colombia, a los campesinos les ha tocado convertirse, a golpes de experiencia y no de salones de clase, en abogados, psicólogos y hasta en topógrafos.
Ese dÃa, Lesa a punta de llamadas habÃa reunido a casi 100 de los 211 habitantes de Salaminita. Pero los funcionarios no tenÃan en su agenda reunirse con ellos, tenÃan reunión en otra vereda. La lÃder les habÃa mentido. Con la gente frente a los restos del pueblo y las miradas sobre Lesa, se paró con otros tantos en la carretera, detuvo la camioneta de la URT y no los dejó ir hasta conseguir una cita para contar su historia. No sabÃa Lesa, las dulzuras y amarguras que traerÃan los siguientes años, porque reclamar tierras en un paÃs que lleva dos siglos peleando por ellas, no es tarea sencilla.
Con talleres con las entidades, la comunidad entendió qué eran los derechos territoriales que tenÃan y ese mismo 2013 inició su proceso ante la URT, que los contactó con la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) para que los representara.
Decir que han vivido de todo para regresar a su territorio es poco. En 2014 crearon Asorenacer, para agrupar las vÃctimas y darles representación. Con funcionarios del Instituto Geográfico AgustÃn Codazzi atravesaron metro a metro la zona, por áreas que estaban tapadas con monte crecido tras años sin gente. Predio a predio definieron los lÃmites, identificaron dónde estaba la cancha de fútbol y la escuela.
La demanda de restitución fue admitida por el Juez Segundo de Restitución de Tierras de Santa Marta y durante tres años pasó de mano en mano, llegó hasta revisión de la Corte Constitucional. Recibieron el apoyo del Consejo Noruego para Refugiados, del Movimiento Sueco por la Reconciliación, del Centro de Investigación de Educación Popular (Cinep), de la Universidad del Magdalena. El Tribunal de Cartagena por descongestión envió el proceso al Tribunal de Antioquia.
Durante esos tres años, Lesa, junto a la comunidad y los abogados de la CCJ, habló con todos, esperó a todos y convenció a todos. ¿Cómo lo hizo? ¡Ajá!, pues contándole los que nos habÃa pasado, nosotros decÃamos la verdad.
Lesa tiene el tipo de belleza por la que le cantaban a Matilde Lina: "es elegante, todos la admiran y en su tierra tiene fama". Y sÃ, Lesa también ha hecho sonreÃr la sabana como Matilde. Lo hizo en diciembre de 2016 cuando les contó a las más de 200 personas de Salaminita, que el Tribunal de Antioquia les habÃa devuelto las tierras.
Esas sonrisas fueron más amplias durante la entrega oficial de la sentencia, en un evento público en Pivijay. La URT y el Ministerio de Vivienda les entregaron una llave que simbolizaba los 1.637 millones de pesos para construir las casas. Dos años después, el Ministerio y otras entidades no tienen idea del dinero. La comunidad intenta mantener limpio el terreno, con machetes cortan el monte que crece en los cimientos de las casas que aún se ven. Nada más ha pasado.
A la entrega en Pivijay tuvieron que ir con policÃas y soldados armados, por el temor de las amenazas de los opositores y la presencia en la zona de varios exparamilitares que ya cumplieron su sentencia. Y como nadie querÃa, pero todos esperaban, al lugar llegaron los hijos de los opositores, conocidos por haber sido cercanos y financiadores de grupos paramilitares.
Después de todo lo vivido, a los habitantes de Salaminita ya les quitaron casi todos los miedos. Sólo tienen la vida. Por eso luchan. "El dÃa de morir es uno solo y eso es el dÃa de Dios", dice Lesa para cerrar el tema y que nadie más le pregunte si no piensa en sus hijos y sus hermanos. Su mamá ya no le habla del tema.
Los opositores de Salaminita, como son llamados quienes ocuparon o compraron con mala fe las tierras o sabiendo que habÃan sido despojadas a la fuerza, son Adolfo DÃaz Quintero, quien tiene casa por cárcel preventiva por el desplazamiento de Salaminita, su esposa y su hijo Rigoberto. Es un reconocido ganadero que llegaba a casa de Lesa, pedÃa café y pasaba hasta una tarde entera meciéndose en la hamaca mientras veÃa el paisaje. Siempre les repetÃa que, si decidÃan vender, sólo le vendieran a él. Los otros opositores son Vicente Rueda y MarÃa Teresa Rueda.
DÃaz y los Rueda fueron acusados por el exparamilitar Daniel Velásquez, alias Careniña, de ser financiadores del Frente Pivijay. También dijo que se estado reunido con Rodrigo Tovar Pupo, alias 'Jorge 40', en la finca La Zulia, para crear el Frente, dÃas antes de los asesinatos y el desplazamiento. Tanto los Ruedas como DÃaz sólo pagaron entre 100 mil y 150 mil pesos por cada predio en la zona urbana.
Meses antes de la entrega de la sentencia de restitución, Eliécer Royero, investigador privado contratado por DÃaz, abordó al hermano de Lesa, lo acosó hasta que lo hizo declarar en un juzgado que DÃaz Quintero no estaba involucrado con grupos armados. Royero fue asesinado ese mismo año, en 2016.
Si le preguntan a Lesa por qué le gusta el trabajo comunitario, que no le genera sueldo y sà amenazas, con la chispeante y honesta forma costeña responde: "¡Oiga, ni sé! Pero no me quedo quieta hasta no ver reconstruida a Salaminita, lo veo en mi mente". Y es verdad, pues ha rechazado varios empleos para no descuidar a la comunidad.
Su hija no ve como opción ser una lÃder; quiere ayudar al pueblo a organizarse y hacer cosas buenas por la gente, como policÃa. Su sobrina, que creció en La Guajira al ser alejada de la violencia, sin miramientos dice que sà quiere ser como su tÃa: "ella habla, viaja y mira". Lesa ha empezado a llevar a su sobrina a los escenarios de participación, para que aprenda de los mayores.
¿Por qué no dejas esto Lesa?, le insiste alguno, siempre, en alguna reunión. "Yo sólo tuve la oportunidad de hacer algo, y las cosas se dieron, no fue nada más".
Martina GarcÃa (QEPD), comunidad de Salaminita.
"El 52% de la tierra en Colombia le pertenece al 1,5% de los colombianos. Pareciera que sólo hay dos maneras para ser dueño de tierras: trabajo o violencia. Sin embargo, a muchos campesinos no les alcanza la vida ni el trabajo para conseguir una parcela. La violencia se repite una y otra vez sobre la misma tierra".
Un par de horas tardó la violencia en obligar a Vidal González a huir de Chigorodó (Urabá) y dejar las tierras que el Incora le habÃa otorgado. Trece años esperó hasta encontrar una entidad del Estado que escuchara su reclamo. 19 años pasaron hasta que logró volver a su tierra. Casi un año tardaron sus vecinos en entender que la violencia armada hizo vÃctimas y victimarios, con armas y sin ellas, pero que les correspondÃa a todos entender, conocer diversas verdades y empezar a sanar.
Vidal tiene 58 años, unas manos, piel y andar rústicos que contrastan con su mirada curiosa y el trato suave al conversar. Creció entre San Pedro de Urabá y Cartagena, a donde fue para estudiar la primaria. A los 14 años, tras el divorcio de sus padres, "me tocó hacerme hombrecito". Regresó a Urabá, trabajó de finca en finca y aprendió de ganaderÃa, madera, agricultura y hasta de barcos.
Cuando tenÃa 20 años empezó a pagar una pequeña parcela en San Pedro, que recibió cuatro años después y que debió dejar sólo unos meses más tarde tras una fuerte sequÃa que le hizo perder los cultivos de arroz y maÃz. Vidal con su esposa y dos hijos se fueron a Chigorodó, donde estaba uno de sus hermanos mayores y ya lo reconocÃan por su trabajo.
Carlos Enrique Arango González era dueño de una gran extensión de tierras en la vereda Veracruz de Chigorodó. Planeaba venderle esos terrenos al Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora) para que los repartiera entre los campesinos. Vidal trabajó para Arango y entre ganado y cultivos creció una relación de respeto, apoyo y amistad; por eso en 1983 Arango le prometió a Vidal que lo ayudarÃa para que lo incluyeran en el listado de los parceleros. Diez años después, en 1993, el Incora finalmente compró los terrenos y un año después, en 1994, a Vidal le adjudicaron la Parcela 2 de Veracruz.
Urabá es la esquina exacta de Suramérica, la une a Centroamérica y conecta naturalmente al océano PacÃfico con el Atlántico. Allà se localizan 18 municipios de Antioquia, Chocó y Córdoba. Está lejos de los centros de poder, y no se trata de las seis horas que hay para ir de Apartadó, la ciudad principal de la región, a MedellÃn, sino de la poca presencia estatal. Todo esto ha convertido a la región en un lugar estratégico para el tráfico de drogas y armas.
Entre las décadas 60 y 70, en Urabá se crearon sindicatos de trabajadores de las empresas de cultivos de banano que habÃan crecido rápidamente por la zona desde los años 50. Para los años 80, los trabajadores, sólidamente organizados, habÃan logrado considerables mejoras de sus condiciones laborales y los sindicatos habÃan llegado a tener alrededor de 18.000 integrantes.
La fuerte organización sindical generó dos respuestas. La primera fue de las guerrillas, que aprovecharon para acercarse e influir la población al infiltrarse entre los trabajadores. La segunda fue de los empresarios y terratenientes que, tras tener 'pérdidas' económicas, decidieron apoyar grupos de autodefensas para presionar a las comunidades y defender sus intereses.
En 1988 llegaron a la zona los 'mochacabezas' y 'los tangueros', como se conocieron a los primeros grupos paramilitares que, aliados con militares, narcotraficantes, empresarios y polÃticos locales, persiguieron y asesinaron a lÃderes y simpatizantes de movimientos y partidos de izquierda, especialmente.
En 1991 el Ejército Popular de Liberación (Epl) se desmovilizó con un acuerdo de paz y creó el partido polÃtico 'Esperanza, Paz y Libertad'. Las Farc y las disidencias del Epl atacaron a los 'esperanzados' tras calificarlos de traidores aliados de los paramilitares. Para defenderse, los 'esperanzados' crearon los 'Comandos Populares', que recibieron apoyo paramilitar. En 1992, las autodefensas dirigidas por Fidel Castaño se instalaron en la zona y aumentaron su influencia.
Con los años por allà pasaron altos jefes paramilitares como alias 'El Alemán', alias 'HH' y los hermanos Castaño, además del general (r) del Ejército Rito Alejo Del RÃo, acusado de ser aliado de los 'paras'. En 1996, con la creación de las cooperativas de vigilancia y seguridad privada, conocidas como Convivir, y las medidas adoptadas por el entonces gobernador de Antioquia Ãlvaro Uribe para recuperar la seguridad de la zona, se generó una ola de enfrentamientos entre las Farc y las autodefensas, apoyadas por sectores del Ejército, lo que generó algunas de las mayores violaciones a los derechos humanos y de los peores escándalos entre las Fuerzas Armadas.
Vidal poco habla de la violencia de esa época. "Es algo que no vale la pena recordar, pero aquà hubo un desastre total", atina a responder por cortesÃa. No es claro si evita hablar del tema porque ahora sus problemas son otros o para evitar que los malos recuerdos perturben su calma. "De lo que te podrÃa contar es que aquà no vivÃa todo el mundo ni el que querÃa, sino el que podÃa vivir. Pasó de todo, pero como te digo, ya esto se me sale de las manos".
El 22 de marzo de 1995, tras años de trabajar en las fincas de la zona y a sólo unos pocos meses de recibir la Parcela 2 en Veracruz, a Vidal lo secuestraron.
Los parceleros se habÃan reunido en la única casa que habÃa en la zona, la que habÃa construido el primer propietario, Carlos Arango. Con un funcionario de la Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria (Umata) conversaban sobre los criaderos de marranos y gallinas que empezarÃan. A las 9 y 30 de la mañana "vimos que venÃa el viaje de gente en bestias y otras a pie", encapuchados y armados. Al llegar, revolcaron la casa, no sabÃan qué buscaban ni a qué grupo pertenecÃan. "HabÃan tantos grupos de guerrilla en ese entonces". Y obligaron a los 20 parceleros a irse con ellos para que arriaran 300 reses que habÃan recogido en una finca vecina. "Aquà nadie se atrevÃa a decir: no voy a hacer esto, porque tenÃan problemas, ya usted sabe lo que le podÃan hacer a uno", explica Vidal.
Poco a poco, el grupo fue dejando por el camino a los más viejos y a los más débiles. Al final quedaron cinco personas, entre ellos Vidal. Después de unos dÃas los liberaron con varias amenazas. "Yo vi que no quedaba más de otras que irme".
Al dÃa siguiente de la liberación mataron al funcionario de la Umata. Quince dÃas después, otro de los cinco apareció muerto, "no sabemos por qué". Al tercero lo mataron en el Magdalena. "Yo me fui a los dos dÃas de que nos soltaron y no supe más". El último de los cinco, uno de los parceleros más viejos, sigue viviendo en el pueblo. "Sólo él y yo estamos vivos".
"Me fui solo, con lo del pasaje", a San Pedro, donde el suegro. La esposa de Vidal se quedó unos dÃas más para cobrar su paga y recoger algunas cosas de los cuatro hijos. "A los diÃtas que nos fuimos, entraron otros grupos". Como cuentan varios de los vecinos, en 1995 Chigorodó casi se convierte en un pueblo fantasma, los habitantes vendieron las casas a muy bajos precios. "A los que no pudieron irse, los mataron, esto fue un conflicto grande, grandÃsimo".
En el Eje Bananero, como se conoce a los municipios de Chigorodó, Carepa, Apartadó y Turbo, las cifras sobre los asesinatos varÃan entre una y otra fuente, pero todos los números son altos. Entre 1990 y 2007 hubo más de 7.500 homicidios, la mitad ocurrieron entre 1994 y 1998. Sólo en 1994 hubo alrededor de 470 muertos y en 1995 la cifra se dobló, de acuerdo con datos de la PolicÃa Nacional. Entre 1991 y 2003 fueron asesinados 632 sindicalistas. Juan Aparicio, investigador de la Universidad de los Andes, registró 2.950 homicidios con fines polÃticos entre 1995 y 1997. La mayorÃa de las personas asesinadas estaban entre los 20 y 35 años.
Algunas de las masacres más macabras del paÃs sucedieron en Urabá. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1988 y 2002, hubo 103 masacres en la región, la mayorÃa en el Eje Bananero. Entre las más tenebrosas estuvo la del barrio La Chinita en Apartadó, el 23 de enero de 1994, cuando las Farc asesinaron a 35 personas. El 12 de agosto de 1995 fue el turno en El Aracatazo, como se llamaba un bar en Chigorodó a donde llegaron los paramilitares para matar a 20 personas.
El Registro Ãnico de la Unidad de VÃctimas muestra que en Urabá hay 479.219 vÃctimas del conflicto armado. La región tiene alrededor de 600.000 habitantes. Los paramilitares se desmovilizaron entre 2003 y 2006 en todo el paÃs. Sin embargo, a mediados de 2006 surgió en esta región un grupo armado ilegal, sucesor del paramilitarismo, que se autonombró como Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Las amenazas, extorsiones y asesinatos han continuado en menor medida, el tráfico de drogas va en aumento y se han sumado la prostitución infantil y el tráfico de personas.
Según la Universidad de los Andes, 32.000 personas fueron desplazadas, es decir el 5 por ciento de la población. Entre los ires y venires, la gente fue ocupando la tierra, la fue comprando y apropiando a un ritmo frenético, presionado, legal e ilegalmente, en pequeñas y grandes extensiones. Pasados los años, cuando la violencia disminuyó y los propietarios regresaron a sus fincas, empezó el problema de los segundos y terceros ocupantes.
Dos años después de resistir en San Pedro y con el aviso de que habÃa algo de calma en Chigorodo, en 1997 Vidal regresó para cultivar su tierra: "Cuando volvÃ, la señora MarÃa Teresa del Incora me dijo que la parcela se la habÃan entregado al señor Antonio Aguirre, pero que hablara con él para que me la devolviera". Aguirre se instaló en la finca en noviembre de 1995, siete meses después de que Vidal huyera tras su secuestro y las amenazas.
Las parcelas estaban solas, casi todos habÃan vendido. "El señor Antonio me dijo que sà se salÃa, pero que le pagara las mejoras, una casita y un corralito. Yo no tenÃa ni para mà y eran como diez millones". Con esta respuesta, Vidal volvió a buscar ayuda en el Incora y en el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA): "Me sacaron, me dijeron que ya la parcela estaba adjudicada y que yo no volverÃa a tener derecho a tierras sino hasta dentro de 20 años".
Antonio Aguirre es un paisa que llegó a Chigorodó desde el departamento del Chocó y durante diez años vivió en la Parcela 2 de Veracruz. En 2007, le vendió la finca a un primo, quien fue asesinado en 2008, por lo tanto la parcela pasó a manos de sus hijos que volvieron a vender. Durante diez años más, hasta 2017, la finca estuvo ocupada por cuidadores.
En Apartadó no habÃa una sola oficina que pudiese ayudar a Vidal. "No sabÃa si habÃa oficinas en otra parte y tampoco podÃa ir hasta MedellÃn sin saber qué y dónde buscar". En 2012 abrieron allà una oficina de la Unidad de Restitución de Tierras: "Yo estaba trabajando en Carepa cuando me enteré, ahà mismo fui, expuse el caso, llevé toda la papelerÃa y empezó el proceso".
En el Incoder, que reemplazó al Incora, no se encontró un documento que registrara la adjudicación de la Parcela 2 a Antonio Aguirre o su esposa, Ana Joaquina BenÃtez, aunque sà aparecieron en el listado para ser tenidos en cuenta para la adjudicación tras el trámite de caducidad por abandono contra Vidal. El 19 de octubre de 2017, el Juez Tercero Civil Especializado de Tierras de Antioquia ordenó restituirle las tierras a Vidal.
La Parcela 2 de Veracruz está a tan sólo unos minutos de camino, a pie, de la casa de Vidal. Ãl y su esposa viven en media hectárea de la Parcela 1 que le vendió el dueño por 600 mil pesos. "Esto no tenÃa ni camino para entrar". Durante 19 años, desde que regresaron en 1995, han pasado varias veces a la semana por la que fuese su tierra y que les fue restituida el 5 de diciembre de 2017.
â"HabÃa un viaje de gente con unas pancartas. Los abogados los reconocieron de otros procesos, cada vez que entregan, ellos invaden", asà empieza a explicar Vidal el último tropiezo que tuvo en la restitución de su parcela. Los invasores instalaron carpas, bloquearon la entrada y amenazaron a Vidal. Antonio Aguirre regresó con su esposa, que alentaba a los invasores y reclamaba que la Parcela les pertenecÃa a ellos, pues nunca habÃan vendido sino que habÃan arrendado la tierra.
Durante varios meses, Vidal y su familia estuvieron en peligro de pasar frente a la parcela, a uno de sus hijos lo amenazaron con machete. Se enteraron que los invasores tenÃan planes de quemar su casa y golpearlos por el camino. "Un viernes santo me vinieron a buscar para una carrera en la moto. Cuando Ãbamos en camino, el muchacho me dijo: a usted lo van a matar", asà cuenta Vidal quizás uno de los momentos más tensos tras la restitución de la Parcela 2. "Si Dios permite, porque el diablo hace si Dios se lo permite", le respondió al hombre que estaba confesando la tarea que tenÃa a cargo.
"Llegamos al pueblo y me invitó a tomar tinto, llorando me dijo todo lo que iba a hacer. Me seguÃa en el pueblo, pero que nunca pudo hacer nada. Ãl fue guerrillero y paramilitar, nunca habÃa perdonado a alguien", recuerda Vidal, un cristiano con una fe sorprendente y un positivismo contagioso. "Ese mismo dÃa le contó todo a la mamá, que también es cristiana. Ahora es mi amigo y yo voy a la casa de su mamá. Yo les cuento a las personas y no me creen".
La PolicÃa y el Ejército desalojaron varias veces a los invasores, quienes finalmente se marcharon cuando alambraron la Parcela 2 y la Unidad de Restitución de Tierras instaló una valla en la que aclara que el predio le pertenece a Vidal. Los invasores aún siguen en la vereda. "Ahora son mis amigos, mis vecinos". Antonio Aguirre y su esposa viven en el pueblo. "La gente cree lo que ve cerquita, por eso hay que contar y contar la verdad para recuperar la tierra y que no se repita el conflicto".
"Los campesinos tienen prestada la tierra, no les pertenece. El campo se alquila o se presta y las familias han ido, de generación en generación, por las regiones colombianas, trabajando un campo prestado. Los lÃderes reclamantes de tierras buscan que el campo les pertenezca a los campesinos."